Como tenía previsto, madrugo con
la intención de visitar las ruinas a primera hora. A las seis menos cuarto ya
estoy en pie. Desayuno en el jardín del hotel, junto a mi habitación, y salgo
para las ruinas.
El parque arqueológico está situado como a un kilómetro del centro del pueblo, a unos 20 minutos andando desde el hotel. Copán es famoso entre los yacimientos maya, sobre todo, por la calidad de sus esculturas en piedra. Además, en el recinto se hallan los restos de un juego de pelota muy bien conservado (el segundo más grande de Centroamérica), así como el monumento más importante de Copán: una escalera jeroglífica, donde se narra la historia de la ciudad a través de sus reyes, y que constituye una de las principales fuentes para el conocimiento de la cultura maya.
Aunque tengo únicamente unas
horas para recorrer el recinto (a la una quiero haber acabado la visita para
dejar margen suficiente para coger el autobús de las dos y veinte), no puedo
resistirme a desviarme por una “senda natural” que se adentra en el bosque y
que describe algunas de las principales costumbres maya en conexión con la
naturaleza. El sendero no debe de ser muy transitado, porque cada dos por tres me
llevo por delante telas de araña. Por suerte, no parece que sean “arañas tigre”
como las que vi en Ceibal.
Tras recorrer el sendero, llego a
la Gran Plaza, donde se encuentran algunas de las mejores estelas maya que he
visto hasta ahora (y ya llevo unas cuantas desde que llegué a Guatemala), así
como algunas construcciones bastante imponentes, aunque nada que ver, claro,
con la majestuosidad de las pirámides de Tikal. Todo lo contrario sucede con el
juego de pelota, que efectivamente está muy bien conservado, con sus cabezas de
guacamayo en los laterales.
El juego de pelota no era un deporte en sentido estricto, tal como lo concebimos hoy, sino un juego sagrado en el que únicamente podían participar sacerdotes y miembros de la nobleza. Aunque las reglas exactas probablemente variaban de una ciudad a otra, se cree que los jugadores debían golpear la pelota con cualquier parte de su cuerpo, salvo con las manos, la cabeza o los pies. En el caso de Copán, al menos, la presencia de las cabezas de guacamayo sugiere que los jugadores debían golpear alguna de estas cabezas antes de que el juego pudiera finalizar. Solo así se aseguraba que el sol siguiese encendido. Probablemente, en algunas ocasiones especiales, el juego terminaba con el sacrificio de alguno de los jugadores. Tal vez, el “capitán” del equipo perdedor; pero puede que también los jugadores victoriosos tuviesen que ofrecer su vida alguna vez en homenaje a las deidades.
Junto al juego de pelota se
encuentra la escalera jeroglífica, protegida por una lona, así como los restos
de otras construcciones.
Visito también dos túneles que permiten contemplar los restos de otras estructuras mayas (los mayas solían construir unos edificios sobre los restos de otros), incluido el “Templo Rosalila”, que encontró prácticamente intacto.
Cuando acabo de recorrer el
recinto, visito el museo, pequeño, pero muy interesante, por los objetos que se
conservan, y decido acercarme a otro yacimiento que está situado a un kilómetro
y medio del parque principal: las Sepulturas, una zona residencial donde se han
excavado algunas de las viviendas de la elite de la ciudad (el nombre proviene
de la costumbre de enterrar a los
muertos en esta misma zona). Como voy un poco justo de tiempo, apresuro la
visita, aunque en realidad tan solo hay restos no demasiado bien conservados y
que tampoco me llaman ya tanto la atención, después de varios días visitando
algunas de las principales ciudades maya.
Regreso andando al hotel (algo
más de media hora), cojo el equipaje y tomo un tuk-tuk para llegar a la
estación de autobuses. El autobús es, aparentemente, más nuevo que el de la
ida, pero al menos en la parte de atrás se balancea continuamente, de una
manera espantosa, con el consiguiente mareo. Me cambio a la parte delantera y
la cosa mejora un poco, aunque tampoco en demasía. En esta ocasión los trámites
de inmigración van más rápidos. En la frontera conozco a una chica española que
está haciendo cooperación en Guatemala y que viaja en el mismo autobús que yo.
Va a pasar el fin de año en Ciudad Guatemala, aunque su intención inicial era
ir también a Antigua, por el problema de la seguridad en la capital. En todo
caso, me dice, va a llamar a unos amigos suyos que viven en la capital e
intentará quedarse con ellos.
En la aduana guatemalteca me piden
10 quetzales. Lo mismo le piden a la chica española, que les dice que ya los
pagó a la ida (a mí a la ida no me pidieron nada). Después de pagarlos me
arrepiento, no por la cantidad, menos de un euro, sino porque recuerdo haber
leído en la guía que no hay tasa oficial para ingresar a Guatemala, como sí la
hay, por ejemplo, para entrar en Honduras (tres dólares). Algún comentario que
escucho después en el autobús a los guatemaltecos me confirma que es una “mordida”
del policía de frontera, o un timo, como se quiera.
El viaje se hace un poco pesado,
pero por fin en torno a las siete y cuarto de la tarde llegamos a Guatemala.
Tan solo dos pasajeros proseguimos viaje hasta Antigua, por lo que nos suben a
una mini-furgoneta para recorrer los cuarenta kilómetros que separan esta
ciudad de Guatemala City. Por el camino vemos un accidente, probablemente un
choque en cadena, con varios coches accidentados y otros tantos parados a
contemplar el espectáculo…
Cuando llegamos a Antigua, hay un
atasco descomunal, porque al parecer es tradicional que mucha gente acuda a la
ciudad para despedir el año. El chofer y sus acompañantes se impacientan y nos
dejan en una calle antes de llegar a la oficina de Hedman Alas. Me dicen que mi
hotel está a un par de cuadras. En realidad, acabo recorriendo media ciudad
cargado con la mochila antes de encontrar el hotel, y no sin dificultades,
porque nadie sabe exactamente dónde está. Por suerte, recuerdo que estaba
situado cerca de la Iglesia de la Merced, que tomo como punto de referencia.
El hotel es muy sencillo, pero
funcional.
Tiene, además, una azotea con vistas bastante bonitas a la Iglesia de la Merced y a los volcanes que rodean la ciudad.
Tras dejar el equipaje, salgo a dar un paseo y a cenar algo. Estoy hambriento, porque tan solo he comido un pequeño sándwich de queso que nos dieron en el autobús y la consabida ración de almendras. Acabo en un restaurante muy bonito, con un patio interior, como muchos otros en Antigua. Hay un menú especial de fin de año, que resulta francamente bueno (el filete de carne a la parrilla de gran calidad), aunque algo caro (un poco menos de 30 euros). Antigua tiene fama de ciudad de gourmets, y como tendré ocasión de comprobar, su fama no resulta inmerecida.
Me acerco a la plaza central de
Antigua y allí despido el año con los fuegos artificiales. Una despedida muy
diferente a la del año pasado (en Guardamar), aunque bastante parecida a la del
2011, que pasé en Cracovia, visitando la ciudad y el complejo de
Auschwitz-Birkenau. De regreso al hotel, subo un rato a la azotea a observar
los fuegos. Y con eso doy por finalizado el día.
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