Me despierto sobre las cinco y
media, poco antes de amanecer. Unos minutos antes recibo un mensaje en el
teléfono móvil en el que me ofrecen adoptar una cachorra de pastor alemán de
nueve meses a la que atropelló un coche. Respondo que de momento no tengo
pensado volver a convivir con un perro, no tan pronto. Por una parte, creo que es
bueno que pase algo más de tiempo, como en cualquier proceso de duelo –la herida
está aún demasiado reciente y es aún demasiado dolorosa-- y, por otra parte, no
estoy seguro de que este sea el momento apropiado de mi vida para ello. Aunque reconozco
que tampoco lo descarto del todo, cuando se den las circunstancias apropiadas.
Mi última mañana en el Lago la
dedico a conocer Santiago Atitlán, uno de los pueblos que quedaron pendientes
de ayer. Tomo la lancha pública para llegar a San Pedro y desde allí, un barco algo
más grande para ir a Santiago. Hasta este momento no me había dado cuenta de la
verdadera dimensión del lago, mucho mayor de lo que yo pensaba. Santiago está
mucho más alejado que los pueblos que he visitado hasta ahora y por eso la
perspectiva cambia.
Santiago Atitlán resulta ser un
pueblo interesante, con muchos puestos para turistas, pero también con una
población indígena muy importante. Al bajar del barco, un par de personas se
ofrecen como guías y me proponen llevarme a ver al Maximón, una curiosa deidad,
que bebe y fuma, mezcla de la religión cristiana y de las tradiciones maya, y
que aúna, bajo una misma forma, figuras tan dispares como Judas, Pedro de
Alvarado (el conquistador español de Guatemala) y varios dioses maya:
sincretismo religioso en estado puro.
Descarto las ofertas de guía y
decido caminar por mi cuenta. En unos minutos llego a la plaza principal del
pueblo, donde hoy se celebra el mercado. También veo la iglesia local, en la
que decenas de personas, entre ellas muchas mujeres con las vestimentas
tradicionales, asisten al oficio religioso (hoy es domingo).
Al salir de la
plaza, le pido a un conductor de tuk-tuk que me lleve a la casa donde está el
Maximón. La efigie del Maximón está siempre custodiada por una cofradía, en una
casa particular, que va variando cada año, después de Semana Santa. En la casa
hay varios hombres fumando y bebiendo (al Dios se le hacen, de hecho, ofrendas
de tabaco y alcohol) y otro arrodillado, rezando.
Regreso al puerto y de allí a San
Pedro. Atravieso el pueblo para llegar al otro muelle y regresar al hotel. Por
segunda vez desde que estoy aquí el lanchero está a punto de pasarse el
embarcadero de mi hotel, pero esta vez estoy más despierto que a mi llegada (la
experiencia es un grado) y, en cuanto veo que no se acerca lo suficiente a la
orilla, empiezo a gritarle que voy a “Lomas”, hasta que se percata de su error
y corrige el rumbo, “in extremis”.
Almuerzo en el hotel y el resto
del día lo paso leyendo y descansando, aunque con un calor considerable. Mañana
regresaré a Antigua y al día siguiente volveré a España, poniendo así punto
final a este viaje. Ha sido, pese a mis reticencias de última hora, un viaje
sumamente interesante, que, además, me ha venido muy bien, creo, en esta fase
de mi vida. Al menos, vuelvo mucho más relajado psicológicamente y con una
carga de estrés mucho menor que la que tenía a mi partida. Por supuesto, no soy
tan ingenuo como para no saber que la tranquilidad durará poco, y se disipará rápidamente,
una vez que reemprenda la rutina diaria. No obstante, abrir la válvula de
escape de vez en cuando, sea de un modo u otro, con uno u otro mecanismo, siempre
tiene efectos beneficiosos, sobre todo para aquellos, como yo, que trabajamos mediante
sistema de “saturación”, una actitud, debo reconocer, poco inteligente, pero
que cuesta mucho cambiar.
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