Hoy viajo al Lago Atitlán, que el
escritor inglés Aldous Huxley (el autor de esa magnífica distopía que es Un mundo feliz/A Brave New World)
describió como “el lago más hermoso del mundo”. Quizás la afirmación resulte un
tanto exagerada, pero no hay duda de que el Lago Atitlán es realmente un sitio
digno de conocer. Se trata de un lago de origen volcánico, formado hace unos
85.000 años, jalonado de pequeños pueblos indígenas (las etnias principales son
los Kaqchiquel y los Tz’utujil) y rodeado de tres volcanes: San Pedro, Atitlán
y Tolimán.
Sobre las ocho y cuarto me recoge
una pequeña furgoneta en la que viajamos en torno a una docena de personas. El
conductor está empeñado en que en la reserva figuramos dos personas, pero tengo
que desengañarle: para bien o para mal viajo solo. De todas formas, con lo
llena que está la furgoneta, en este caso mejor para todos los pasajeros que
sea así. En unas dos horas y media, tras una parada “técnica” de cinco minutos,
llegamos a Panajachel, el principal pueblo turístico del lago. El paisaje a la
que descendemos hacia el pueblo es impactante, salvo por una horrible torre de
viviendas que alguien tuvo la espantosa idea de construir.
En Panajachel tomo la lancha
pública para llegar a mi destino final: el hotel Lomas de Tzununa, situado en
un acantilado cerca de la aldea de Tznuna, uno de los pueblos más pequeños y
humildes del lago, que pertenece al municipio de Santa Cruz. He preferido
alojarme aquí para estar en un sitio algo más auténtico y apacible, alejado de
“Gringolandia”, como algunos llaman a Pana, aunque ello suponga un mayor
aislamiento.
La lancha es el medio principal
de transporte de la zona y en ella se van subiendo pasajeros de distintos pueblos,
con sus mercancías respectivas. Algunos de ellos hablan entre sí en las lenguas
mayas. Tras varias paradas llegamos a Tznuna. Estoy tentado de preguntarle al
lanchero por mi parada, pero lo dejo correr, confiado en que será la próxima.
En cambio, la siguiente parada resulta ser otro pueblo del lago, donde se baja
casi todo el mundo que aún quedaba en la lancha. El lanchero se había olvidado
de mí (tenía que haberme dejado en la parada anterior a Tznuna). Me dice que
baje en este pueblo, tome otra lancha en dirección contraria y que le pague
solo la mitad del viaje, 15 quetzales, pagando después otros 10 al siguiente
lanchero. Le comento que en el muelle me dijeron que no debía pagar más de 15
quetzales en total (en el hotel me hablaron de 20 o 25, y en el muelle, de 10 o
15). Acabo dándole 10 quetzales a él y otros 10 al siguiente lanchero.
El trayecto en la segunda lancha
es bastante más movido, quizás porque vamos a contracorriente o porque voy
sentado delante del todo, para asegurarme de que esta vez no se olvidan de mí.
Pero el oleaje es tolerable. Al parecer, el lago suele estar en calma durante
la primera parte del día, pero por la tarde se levanta un viento del sur
llamado Xocomil, que dificulta mucho la navegación. Durante el camino, me
acuerdo de mi padre, que tanto disfrutaba de los barcos y de cualquier tipo de
navegación.
El hotel está situado en un promontorio
con unas vistas espectaculares.
Es un sitio idílico. Pienso que soy francamente
afortunado de poder conocer lugares como
éste. Como casi todo tiene un precio en la vida, para llegar a la recepción hay
que subir 350 escalones, con el mochilón a la espalda…
Se puede llamar por un
interfono para que vengan a recogerte (de hecho, a la llegada a la recepción me
preguntan, sorprendidos, por qué no lo he hecho); pero tampoco le veo demasiado
sentido a que alguien cargue con mi equipaje si yo estoy capacitado físicamente
para hacerlo. Por lo demás, la subida tampoco es para tanto. Basta con
tomárselo con calma y pararse de vez en cuando a contemplar la vista.
La habitación del hotel es
francamente buena, sobre todo por la fabulosa terraza con vistas al lago, las
mismas vistas que tiene el restaurante, donde almuerzo al poco de llegar. Lo
que sí hace es calor. Es, de hecho, el primer sitio en Guatemala donde paso
tanto calor, aunque, como podré comprobar después, por la noche refresca
bastante.
A media tarde bajo al muelle a
ver de nuevo el paisaje desde allí. Paso el resto de la tarde observando el
lago desde la cama y desde la terraza, leyendo un poco, reflexionando (quizás
demasiado) y viendo atardecer.
Luego me doy una ducha (el agua se calienta
mediante placas solares, pero sale muy caliente) y bajo a cenar. El restaurante
cierra a las nueve, pero te piden que no llegues más tarde de las ocho. De cena
pido nachos con Guacamole casero, lubina negra del lago a la plancha (está
bastante buena) y mascarpone casero, todo ello aderezado con una cerveza local,
la más popular, que ya probé en la zona de Petén (Cerveza Gallo). Una buena
combinación.
Y con esto se acaba el día.
Mañana tengo pensado recorrer varios pueblos del lago, reservando probablemente
el tercer día de mi estancia (el penúltimo que pasaré en Guatemala) para
descansar en este sitio tan especial.
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