Me levanto más tarde de lo que me
gustaría (a las nueve menos diez), pero ayer no me fui a la cama hasta la una y
media, y quiero dormir un número prudente de horas. Sobre las nueve y media
estoy listo para salir a conocer la ciudad. Comento con la señora de la
recepción la posibilidad de unirme a una excursión para subir al volcán Pacaya,
aunque no estoy seguro de si merece la pena. Hasta hace un par de años, se
podía subir hasta el cono del volcán y se podía contemplar la lava. Pero hace
ya tiempo que la ascensión está restringida y, además, ya no se ven apenas
signos de actividad volcánica (aunque el volcán sigue activo en sentido
estricto). Como me dicen que puedo decidirlo a la tarde, me tomo el día para
pensarlo. Acabaré dándole vueltas a la idea de ir al volcán hasta última hora,
pero finalmente decido dejarlo correr. Por lo que leo en Internet la excursión
merece la pena por las vistas (si es que no está nublado, que es lo más
habitual) y por poder contemplar un paisaje de arena y rocas volcánicas. Pero,
en último término, ya tuve ocasión de ver este tipo de paisaje en Lanzarote y
en Tenerife. Como, además, hoy es día de Año Nuevo, gran parte de los edificios
de Antigua están cerrados, de modo que me quedan muchos para visitar al día
siguiente. A esto se une que Antigua resulta una ciudad realmente relajante,
por lo que tampoco parece mala idea tomarse un día para pasear tranquilamente
por sus calles.
Antes de salir del hotel, subo a la azotea para contemplar las vistas.
En cuanto salgo del hotel,
encamino mis pasos hacia un café cercano, sobre el que he leído en la guía. Tomo
un magnífico desayuno casero: yogur natural con cereales, pastel de chocolate y
un batido de piña y fresa.
Comienzo la visita de Antigua, o
de la muy Noble y muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala,
como se conocía durante la época colonial, por el monasterio y la iglesia de la
Merced. La iglesia resulta interesante, con su fachada barroca de tonalidades
pastel.
Pero el monasterio, o más bien lo que queda de él tras el terremoto de 1773, que acabó con el traslado de la capital a la actual Ciudad de Guatemala, es simplemente encantador. Recorriendo el Claustro del Monasterio y la planta superior, con vistas a los volcanes, experimento una calma como hacía tiempo que no sentía.
En general, Antigua es una ciudad muy atractiva, a pesar de que estos días tiene demasiada gente por las festividades de fin de año. Sus calles adoquinadas y sus fachadas de color pastel descubren en cada esquina alguna casona antigua o algún edificio con jardín o patio interior. Incluso se ve gente paseando tranquilamente con sus perros. Incluidos, por cierto, varios pastores alemanes; entre ellos, un precioso pastor que veo en la plaza central y que gime desesperado cuando su dueña se aleja de él y se queda al cuidado de su dueño.
Estos perros son verdaderamente increíbles. Recuerdo que a mi perra le entraba la misma desesperación cuando mi padre y yo nos separábamos… Lo que sí tiene Antigua de malo es que tan solo hay una calle peatonal. Como consecuencia, el tráfico es continuo. El tránsito de coches resulta soportable, porque, a diferencia de la capital, donde la gente conduce atropellándose los unos a los otros --o incluso de Copán, donde los tuk-tuks recorren las calles a toda velocidad—aquí se conduce pausadamente. Aún así, resulta una lástima tener que estar pendiente continuamente de lo coches.
Tras visitar el monasterio y un par de tiendas de
artesanía, me dirijo a la plaza central, donde acabo encontrándome con la chica
española que conocí ayer. Al final se quedó en casa de sus amigos y han venido
hoy a pasar el día de Año Nuevo a Antigua. Más tarde, visito la Catedral (o más
bien las ruinas que quedaron en pie tras el terremoto y que no dejan de tener
su atractivo) y un “museo del chocolate”, en realidad una pequeña exhibición y
una tienda con deliciosas variedades de cacao y chocolate. Me acuerdo, cómo no,
de mi amiga Eloísa, que comparte, y supera, mi adicción a este manjar de
dioses.
Finalizo la mañana visitando el
Convento de Santo Domingo, el monasterio más rico de la ciudad, fundado en
1542, y que actualmente es un hotel, dentro del cual se encuentran varios
museos y las ruinas de la antigua iglesia y el convento.
Cuando acabo son más de las tres y estoy “starving total”, como decíamos Gema, Mª Rosa y yo en Santa Bárbara. Cerca del Convento hay un pequeño restaurante que, según la guía, vende sándwiches. Mi idea es comer algo rápido, pero sucumbo a la tentación y termino sentándome en el patio interior del restaurante. Doy cuenta de un magnífico plato de canelones de gambas, ricotta y varios tipos de queso gratinado (verdaderamente excelente) y termino con un panettone de queso, que no está nada mal. A este paso cogeré más de un kilo antes de salir de Antigua :)
Por la tarde me acerco a ver
algún otro convento o iglesia, aunque compruebo que muchos de ellos están hoy
cerrados, salvo en los casos en que tengo la suerte de que la visita coincide
con la misa. Sobre las seis y media vuelvo al hotel y subo a la azotea, ya casi
anochecido.
A las ocho y media salgo a cenar. En este caso, con algo menos de suerte. La comida no está mal, pero tampoco es excepcional. Para más inri, cuando la camarera me pregunta qué quiero beber, le pido “ponche navideño”, que he visto en el menú como un “Christmas special”. Resulta ser otro tipo de “ponche” del que yo esperaba, que llega en una jarra de barro y desde luego no puede considerarse precisamente una bebida. Me pregunto qué pensaría la camarera cuando le pedí el ponche de beber. Supongo que, como nos sucede a todos, simplemente pensó que “estos guiris están locos”. Acabo pidiendo una naranjada.
Tras la cena, un paseo de vuelta
al hotel y a escribir un rato este diario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario