El lunes y el martes son ya días de transición, a caballo entre la despedida de Guatemala y el regreso a España.
El lunes, después de desayunar, bajo al muelle para tomar la lancha pública hacia Panajachel, donde debo coger el "shuttle" que me llevará de regreso a Antigua. La lancha llega atestada de gente. Soy, aparentemente, el único extranjero y al lanchero no le debo de caer demasiado en gracia. Por supuesto, para no perder tiempo, no se molesta en acercar del todo la lancha al muelle, obligándome a saltar. Antes, colocamos mi mochila en el techo de la lancha, mientras me grita que me dé prisa. Me acomodo en la parte delantera, medio en cuclillas. Cuando llegamos a Santa Cruz, toda la prisa que había conmigo se convierte en relajación. Una de las chicas guatemaltecas que sube a la lancha le dice que viene otra persona, a la que ni siquiera se divisa, y esperamos varios minutos hasta que aparece. Cuando lo hace, llega caminando con parsimonia, sin que el lanchero le diga absolutamente nada. Será que se le han pasado ya las prisas... Luego, volvemos al muelle de Santa Cruz, después de zarpar, hasta en cuatro ocasiones, cada vez que ve que se acerca un potencial pasajero, o que alguno de los ocupantes de la lancha le dice que viene alguien. Cuando llegamos a Panajachel, el chico que ayuda al lanchero, tampoco precisamente demasiado amable, me pide 25 quetzales por el viaje. Le digo que lo habitual son 20 (para extranjeros, a quienes ya nos cobran ocho o diez veces más que a los locales) y me señala al patrón, diciendo que es él quien quiere cobrarme 25. Le respondo que no me parece bien, pero aunque me cabrea lo dejo correr, pues no me merece la pena la discusión en este caso, siendo ya el último viaje en lancha, por una cantidad tan nimia, incluso desde sus propios estándares.
Espero en el muelle de Pana algo más de una hora hasta que llega el "shuttle", que me deja junto a mi hotel: Casa Cristina. En esta ocasión, había reservado una habitación en la tercera planta, con ventanas al exterior y vistas al volcán. También es algo más grande, aunque después de alojarme en la primera planta los primeros días, en un habitación interior, no me habría molestado ya en pagar los 15 dólares de diferencia.
Como unos montaditos cerca del hotel y regreso para preparar el equipaje. Encajar todo resulta una tarea ardua, porque llevo demasiadas cosas. Dejé varios kilos de margen al salir de España, pero las compras pesan, y ocupan, mucho.Creo, en todo caso, a juzgar por el peso que me da la báscula portátil que llevo, que me ajustaré, por los pelos, a los límites de peso. Por si acaso, dejo en la parte baja de la mochila un par de líquidos de los que puedo deshacerme, llegado el caso, si me pasara un poco del peso autorizado. Si con esto no bastara, me tocaría pagar sobrepeso.
Por la tarde-noche, después de ver anochecer en la azotea, salgo a un cibercafé a imprimir la tarjeta de embarque y cenar algo. Aunque ha sido un día de no andar mucho, estoy sorprendentemente cansado, por lo que a las diez estoy ya en la cama.
Duermo un número de horas más que prudente y bajo a la recepción a coger un café y un par de bollos de cortesía. Quiero reservar los quetzales que me quedan para el aeropuerto, para no tener que sacar más dinero. Doy cuenta del desayuno en la azotea, acompañado de los restos de un trozo de tarta de zanahoria y un batido de fresa que compré anoche. Después, bajo a ducharme, afeitarme, cargar los aparatos electrónicos para el viaje y cerrar el equipaje. A las doce y media me recogen en un "shuttle" para salir hacia el aeropuerto.
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