En torno a las seis y media de la
mañana me despierto con el ruido de los pájaros que revolotean entre los árboles.
A las siete y media bajo a desayunar. Me uno a las dos americanas que conocí
ayer. Hablamos sobre los sitios que han visitado en Guatemala, sobre Tikal, que
tienen previsto conocer al día siguiente, y sobre temas diversos, incluidos los
riesgos de Facebook y otras redes sociales J
A las ocho partimos en la lancha
hacia Sayaxché, para que el jefe le dé gasolina al lanchero, y poder después
remontar el río de la Pasión hacia Ceibal, otro de los principales enclaves
maya. La navegación por el río y la laguna vuelve a ser espectacular, aunque
acercándonos a Sayaxché se advierten los signos de actividad humana: agua más
sucia e incluso alguna botella ocasional de coca-cola flotando en el río. Desde
Sayaxché partimos hacia Ceibal, parando antes un minuto en casa de Armando, a
orillas del río, para dejar mi equipaje. En total, son casi dos horas de
navegación. Ceibal es, nuevamente, un enclave sin apenas visitantes. El entorno
es selvático, muy parecido al de Chiminos, aunque más extenso, claro.
Se aprecian algunos restos de construcciones mayas, pero la mayor parte está aún sin excavar. Lo más impresionante desde el punto de vista arquitectónico son las estelas, algunas muy bien conservadas.
El potencial de estos sitios para el turismo, y el de todo el país en general, es brutal, pero no parece que al gobierno guatemalteco le interese mucho potenciarlo. Nada sorprendente teniendo en cuenta la sucesión de dictaduras y gobiernos elitistas, supuestamente democráticos, que se perpetúan en el poder desde hace décadas, con la connivencia de Occidente y de sus grandes compañías. A día de hoy más de la mitad de la población sigue viviendo por debajo de la línea de la pobreza.
Se aprecian algunos restos de construcciones mayas, pero la mayor parte está aún sin excavar. Lo más impresionante desde el punto de vista arquitectónico son las estelas, algunas muy bien conservadas.
El potencial de estos sitios para el turismo, y el de todo el país en general, es brutal, pero no parece que al gobierno guatemalteco le interese mucho potenciarlo. Nada sorprendente teniendo en cuenta la sucesión de dictaduras y gobiernos elitistas, supuestamente democráticos, que se perpetúan en el poder desde hace décadas, con la connivencia de Occidente y de sus grandes compañías. A día de hoy más de la mitad de la población sigue viviendo por debajo de la línea de la pobreza.
Por el camino, nos encontramos
con tres chicos jóvenes con machete recogiendo el fruto de un árbol. No parecen demasiado amigables. Lo de ir
acompañado del lanchero está bien, por si las moscas. Como en Aguateca, los
senderos están llenos de barro y son bastante resbaladizos, por lo que hay que
descender con cuidado. Afortunadamente, llevo mi palo de caminar, que estuve a
punto de olvidarme y eché a la mochila la misma mañana que salí de España.
Tras la visita a Ceibal
regresamos a Sayaxché. Almorzamos en la lancha y en un punto determinado el
lanchero dice que se ha quedado sin gasolina. Por suerte, no se refiere a que
haya agotado la lata que le dio el patrón. De modo que arranca un trozo de goma
con los dientes, tras intentarlo infructuosamente con el cuchillo de plástico
del picnic, y saca la gasolina de la lata.
Durante el recorrido de vuelta
nos fijamos de nuevo en una finca de selva virgen, justo al lado de Ceibal, que
está en venta. También, en una explotación petrolífera. Como ha hecho algún
otro país de la región, Guatemala ha comenzado a extraer petróleo de la selva,
aunque todo se exporta a Estados Unidos: aquí no hay refinerías. También es
apreciable la deforestación de algunas partes de la selva. Un problema serio,
pues talan o queman extensiones enteras de terreno para cultivarlo o explotar las
palmeras. En algunos casos, el turismo sostenible puede servir de antídoto a
estas tentaciones, como en Punta de Chiminos.
Algo menos de una hora después de
salir de Ceibal estamos de vuelta en Sayaxché. Recogemos mi equipaje, me
despido de Armando y me recoge en coche Carlos, el mismo chico que me trajo a
la ida. Llegamos al aeropuerto de Flores sobre las tres y media. El vuelo no
sale hasta las ocho y el aeropuerto es diminuto, sin apenas luz ni para leer, de
modo que tengo tiempo de sobra para aburrirme. Salgo del aeropuerto después de
facturar el equipaje, cruzo la carretera y saco dinero de un cajero. Luego me
acerco a un café a tomar un zumo y un helado para matar el tiempo y regreso al
aeropuerto. Cuando falta media hora para facturar, el encargado de la aerolínea
me pregunta si me han informado ya sobre la cancelación del vuelo. Le digo que
es la primera noticia, aunque es verdad que había oído algún comentario
entrecortado al respecto por parte de una familia sentada cerca de mí,
comentarios que no había llegado a hilvanar. El caso es que desde hace más de
una hora el vuelo está cancelado y nadie se había molestado en informarme. Ha
habido una erupción volcánica en El Salvador y, como el avión viene desde allí,
esta noche no saldrán los vuelos y, según me dicen, puede que mañana tampoco.
Pregunto por una indemnización o devolución del billete, pero la respuesta es
que eso lo tengo que pedir en las oficinas de Ciudad Guatemala!!! Como insisto
en que no me voy a acercar hasta allí, siendo extranjero, me dicen que reclame
por Internet, pero que ellos no pueden ayudarme. Al menos, me dejan hacer una
llamada para avisar al hotel de Ciudad Guatemala de que no tienen que ir a
recogerme al aeropuerto y me buscan un taxi para ir a la estación de autobuses.
A la mañana siguiente tengo que coger un autobús a las cinco de la mañana hacia
Copán, en Honduras, y quiero ver si hay posibilidad de llegar a tiempo.
El taxista me dice que hay dos
líneas de autobuses que hacen el trayecto hasta Ciudad Guatemala: Fuentes del Norte,
con mayor frecuencia de salidas, y Línea Dorada, que hace el trayecto sin
paradas, y que ésta es la mejor con diferencia. Recuerdo haber mirado la
información cuando consideré viajar a Flores en autobús nocturno en vez de en
avión. El taquillero de Línea Dorada me dice que les queda un único billete
para el autobús de las nueve de la noche (soy afortunado), que es el autobús “de
lujo”, y que llega a las seis de la mañana. Me acerco a la taquilla de Fuentes
del Norte, junto con el taxista, para ver si alguno de sus autobuses sale antes
y llega a tiempo de poder tomar mi siguiente transporte, hacia Honduras. El primer
autobús de Fuentes del Norte llega a las cinco y media de la mañana, de modo
que no lo dudo y me enrolo con Línea Dorada. Compro un poco de agua y unos
bollos por si me entra hambre y me siento a esperar el autobús.
Sobre las nueve menos veinte
abordamos el autobús. Un guardia registra el equipaje muy someramente y nos
pasa un detector portátil de metales, sin mucho entusiasmo, todo hay que
decirlo. El primer “lujo” del autobús es que tiene Wifi, lo cual, pienso, me
permitirá cambiar mi billete hacia Honduras, con Hedman Alas, para el autobús de
esta misma empresa que sale sobre las ocho y media de la mañana. Por desgracia,
canto victoria demasiado pronto. Preguntamos la clave del Wifi al conductor,
que nos remite al taquillero. Éste dice que cree que debemos teclear cinco
veces la letra “a” o la “e”. Con el pequeño detalle de que la clave Wifi
implica al menos ocho caracteres. Varios de los pasajeros intentamos todas las
combinaciones habidas y por haber con la letra “a” y la “e”, en mayúsculas, en
minúsculas, combinando las dos letras… Pero no hay manera. El taquillero se
marcha prometiendo averiguar la clave correcta, pero el autobús sale y nadie
puede conectarse al Wifi. Es un detalle menor, pero que a mí me acaba de
jorobar la posibilidad de cambiar o anular mi billete.
El autobús es relativamente
cómodo, con asientos reclinables. Nos entregan también unas galletas y un zumo.
Como todo no puede ser bueno, tienen el aire acondicionado a tope. Parece el
polo norte. Por suerte, tuve la precaución de coger ropa de abrigo, y me pongo
encima un forro fino y el forro polar que utilizo en Cercedilla (ya había leído
en algún foro de Internet que el aire acondicionado lo ponían fuerte, y además
me daba miedo pasar frío de noche en un viaje tan largo). Algún pasajero le
pide al conductor que apague el aire acondicionado, pero aunque dice que sí, lo
quitan tan solo un rato y lo vuelven a poner de nuevo. Así toda la noche. Algo
absurdo, pues todo el mundo está enrollado en las dos mantas finústicas que nos
han entregado y no hace ni gota de calor. Al contrario, se siente verdadero
frío y, aunque con las capas de ropa que llevo encima la cosa resulta soportable,
la noche es mucho más incómoda de lo que podría haber sido. Es difícil dormir
con esta sucesión continua de instantes de tranquilidad térmica (los escasos
ratos que apagan el aire) y corrientes heladoras. La alternancia es casi peor
que si hubiesen dejado el aire encendido todo el rato. La primera parte de la
noche me enchufo los cascos de mi Ipod con la música de gregoriano de Silos que
me regaló mi madre. Me acuerdo de cuando, al poco de regalarme los CDs, viajé a
California y de cómo escuché esta misma música en el avión y en el autobús que
me llevaba de Los Ángeles a Santa Bárbara para calmar los nervios de la primera
salida en solitario lejos de casa. Al final, consigo dormir a ratos, hasta las
seis de la mañana, cuando empieza a haber movimiento en el autobús.
Acabamos llegando a Ciudad
Guatemala pasadas las siete de la mañana, tras 10 horas de viaje. Tomo un taxi
a la estación de Hedman Alas, donde llego sobre las siete y media. El autobús
sale a las ocho, me dicen, pero ya está completo y es el único que hay. Contaba
con esta posibilidad, lógicamente. El Plan B es tomar otro autobús a Antigua, o
un taxi si es necesario, y anular la miniescapada a Copán. Como el taquillero
me dice que va a ver si se puede hacer algo, espero en la estación. Veinte
minutos después le pregunto de nuevo y, mucho menos colaborador, me dice que
están vendidos todos los billetes y no hay nada que hacer. Decido esperar por
si alguien falla. En esto veo que hay más gente en la misma situación. Una
chica ecuatoriana que también viaja hacia Honduras propone que veamos la
posibilidad de juntarnos varios para alquilar algún transporte, si no es
demasiado caro. Finalmente, no hace falta. El taquillero nos dice que nos va a
vender billetes a todos los que estamos en la misma situación. Parece ser que
cambian la minifurgoneta que tenían prevista por un autobús, que acaba saliendo
a las nueve y media, en vez de a las ocho, que era la hora original. Ahora hasta
sobra sitio y tenemos varios asientos para cada uno. J
Nuevamente, aire acondicionado helador.
Acceden a apagarlo un rato, pero como los pasajeros de atrás piden que abran la
ventanilla (ahora sí hace algo de calor) acaban enchufándolo todo el viaje. Al
menos son coherentes y lo dejan todo el tiempo conectado. Pero la experiencia sigue
siendo surrealista: estar casi en el trópico pasando más frío que en la
montaña. Juro que me arrepiento de no haber sacado el gorro que llevo en la
mochila y que eche al equipaje por si acaso. Mañana me lo llevo en la mochila
pequeña para el viaje de vuelta.
Sobre la una y media llegamos a
la frontera. Casi una hora para el control de inmigración y como 15 minutos
después llegamos a Copán Ruinas, el pequeño pueblo donde está enclavado el
yacimiento arqueológico. En total, más de seis horas de viaje. Recojo la
mochila y tomo un tuk-tuk para mi hotel: Casa de Café. El conductor me dice que
me alojo muy lejos de la plaza principal. Es verdad que está a las afueras del pueblo,
pero como comprobaré después, y pensaba, las distancias son muy pequeñas. En
6-7 minutos caminando se llega al centro del pueblo.
El pequeño hotelito resulta
encantador y muy acogedor. Rodeado por montañas de café y con un precioso patio
con mesitas para sentarse, donde me dicen que sirven el desayuno. Las
encargadas son la amabilidad personificada, con esa dulzura en el hablar que
caracteriza a algunos latinoamericanos. Me traen agua purificada y me dicen que
puedo pedir en cualquier momento, sin cargo, té, limonada, café o chocolate. Y
con cargo, otras bebidas y alguna cosa ligera que comer.
Según entro en la habitación, me
avisan de que tengo una llamada desde España. Es Feli, que estaba preocupada al
no saber nada de mí en varios días. Vuelvo a la habitación y, al cabo del rato,
decido acercarme al pueblo. Estoy muy cansado, pero al menos quiero dar una
vuelta y prefiero hacerlo de día. Para la cena, pienso, puedo comprar algo en
el pueblo y comerlo en el patio, junto con alguna otra cosa que encargue en el
hotel.
El pueblo es muy pequeño, pero
tiene encanto, lleno de vida, con las calles empedradas y casas pintadas de
colores pastel. De hecho, agrada comprobar que no se trata del típico pueblo de
turistas, sino de un sitio que aún conserva su autenticidad. La plaza está
llena de gente. En un flanco, una pequeña iglesia colonial y un café con
terraza en el segundo piso, el Café Colonial, desde donde se contempla toda la
plaza.
Paso al Café Colonial y pido una hamburguesa para llevar. Aguardo observando la plaza mientras la preparan, junto a un grupo de americanos que toman una cerveza en la terraza. Luego, regreso al hotel. Lo primero, me afeito y me pego una ducha. La felicidad es absoluta, pues tras titubear y salir tibia, el agua acaba saliendo verdaderamente caliente. Creo que es la primera ducha realmente caliente que tomo desde que salí de España. Me pongo ropa limpia y me siento en el patio que rodea las habitaciones. Encargo un tamal con pollo y una coca-cola para acompañar a la hamburguesa que he comprado. Y para rematar el lujo, un trozo de pastel casero de zanahoria con helado de chocolate, y un batido de banana. Es, quizás, un exceso, pero hay que tener en cuenta que en un día y medio tan solo he comido unas almendras y un poco de chocolate que traje de España (por si me hacía falta), unas gominolas que compré en el aeropuerto, de nuevo en plan previsor, las galletitas que me dieron anoche en el autobús y, lo más contundente, en la comida de hoy, dos empanadillas y una especie de tortilla de maíz enrollada que me han dado en el autobús que me ha traído hasta Copán.
Paso al Café Colonial y pido una hamburguesa para llevar. Aguardo observando la plaza mientras la preparan, junto a un grupo de americanos que toman una cerveza en la terraza. Luego, regreso al hotel. Lo primero, me afeito y me pego una ducha. La felicidad es absoluta, pues tras titubear y salir tibia, el agua acaba saliendo verdaderamente caliente. Creo que es la primera ducha realmente caliente que tomo desde que salí de España. Me pongo ropa limpia y me siento en el patio que rodea las habitaciones. Encargo un tamal con pollo y una coca-cola para acompañar a la hamburguesa que he comprado. Y para rematar el lujo, un trozo de pastel casero de zanahoria con helado de chocolate, y un batido de banana. Es, quizás, un exceso, pero hay que tener en cuenta que en un día y medio tan solo he comido unas almendras y un poco de chocolate que traje de España (por si me hacía falta), unas gominolas que compré en el aeropuerto, de nuevo en plan previsor, las galletitas que me dieron anoche en el autobús y, lo más contundente, en la comida de hoy, dos empanadillas y una especie de tortilla de maíz enrollada que me han dado en el autobús que me ha traído hasta Copán.
Aunque la cancelación del vuelo
me ha dejado poco tiempo para ver las ruinas (mi autobús sale mañana a las dos
y veinte), me alegro de haber venido. Madrugaré para intentar estar a las ocho
cuando abran y tener al menos cuatro o cinco horas para la visita.
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