lunes, 30 de diciembre de 2013

De Chiminos a Ceibal, y de Flores a Copán... en 16 horas de autobús


En torno a las seis y media de la mañana me despierto con el ruido de los pájaros que revolotean entre los árboles. A las siete y media bajo a desayunar. Me uno a las dos americanas que conocí ayer. Hablamos sobre los sitios que han visitado en Guatemala, sobre Tikal, que tienen previsto conocer al día siguiente, y sobre temas diversos, incluidos los riesgos de Facebook y otras redes sociales J

A las ocho partimos en la lancha hacia Sayaxché, para que el jefe le dé gasolina al lanchero, y poder después remontar el río de la Pasión hacia Ceibal, otro de los principales enclaves maya. La navegación por el río y la laguna vuelve a ser espectacular, aunque acercándonos a Sayaxché se advierten los signos de actividad humana: agua más sucia e incluso alguna botella ocasional de coca-cola flotando en el río. Desde Sayaxché partimos hacia Ceibal, parando antes un minuto en casa de Armando, a orillas del río, para dejar mi equipaje. En total, son casi dos horas de navegación. Ceibal es, nuevamente, un enclave sin apenas visitantes. El entorno es selvático, muy parecido al de Chiminos, aunque más extenso, claro.


Se aprecian algunos restos de construcciones mayas, pero la mayor parte está aún sin excavar. Lo más impresionante desde el punto de vista arquitectónico son las estelas, algunas muy bien conservadas.


El potencial de estos sitios para el turismo, y el de todo el país en general, es brutal, pero no parece que al gobierno guatemalteco le interese mucho potenciarlo. Nada sorprendente teniendo en cuenta la sucesión de dictaduras y gobiernos elitistas, supuestamente democráticos, que se perpetúan en el poder desde hace décadas, con la connivencia de Occidente y de sus grandes compañías. A día de hoy más de la mitad de la población sigue viviendo por debajo de la línea de la pobreza.

Por el camino, nos encontramos con tres chicos jóvenes con machete recogiendo el fruto de un árbol.  No parecen demasiado amigables. Lo de ir acompañado del lanchero está bien, por si las moscas. Como en Aguateca, los senderos están llenos de barro y son bastante resbaladizos, por lo que hay que descender con cuidado. Afortunadamente, llevo mi palo de caminar, que estuve a punto de olvidarme y eché a la mochila la misma mañana que salí de España.


Tras la visita a Ceibal regresamos a Sayaxché. Almorzamos en la lancha y en un punto determinado el lanchero dice que se ha quedado sin gasolina. Por suerte, no se refiere a que haya agotado la lata que le dio el patrón. De modo que arranca un trozo de goma con los dientes, tras intentarlo infructuosamente con el cuchillo de plástico del picnic, y saca la gasolina de la lata.

Durante el recorrido de vuelta nos fijamos de nuevo en una finca de selva virgen, justo al lado de Ceibal, que está en venta. También, en una explotación petrolífera. Como ha hecho algún otro país de la región, Guatemala ha comenzado a extraer petróleo de la selva, aunque todo se exporta a Estados Unidos: aquí no hay refinerías. También es apreciable la deforestación de algunas partes de la selva. Un problema serio, pues talan o queman extensiones enteras de terreno para cultivarlo o explotar las palmeras. En algunos casos, el turismo sostenible puede servir de antídoto a estas tentaciones, como en Punta de Chiminos.

Algo menos de una hora después de salir de Ceibal estamos de vuelta en Sayaxché. Recogemos mi equipaje, me despido de Armando y me recoge en coche Carlos, el mismo chico que me trajo a la ida. Llegamos al aeropuerto de Flores sobre las tres y media. El vuelo no sale hasta las ocho y el aeropuerto es diminuto, sin apenas luz ni para leer, de modo que tengo tiempo de sobra para aburrirme. Salgo del aeropuerto después de facturar el equipaje, cruzo la carretera y saco dinero de un cajero. Luego me acerco a un café a tomar un zumo y un helado para matar el tiempo y regreso al aeropuerto. Cuando falta media hora para facturar, el encargado de la aerolínea me pregunta si me han informado ya sobre la cancelación del vuelo. Le digo que es la primera noticia, aunque es verdad que había oído algún comentario entrecortado al respecto por parte de una familia sentada cerca de mí, comentarios que no había llegado a hilvanar. El caso es que desde hace más de una hora el vuelo está cancelado y nadie se había molestado en informarme. Ha habido una erupción volcánica en El Salvador y, como el avión viene desde allí, esta noche no saldrán los vuelos y, según me dicen, puede que mañana tampoco. Pregunto por una indemnización o devolución del billete, pero la respuesta es que eso lo tengo que pedir en las oficinas de Ciudad Guatemala!!! Como insisto en que no me voy a acercar hasta allí, siendo extranjero, me dicen que reclame por Internet, pero que ellos no pueden ayudarme. Al menos, me dejan hacer una llamada para avisar al hotel de Ciudad Guatemala de que no tienen que ir a recogerme al aeropuerto y me buscan un taxi para ir a la estación de autobuses. A la mañana siguiente tengo que coger un autobús a las cinco de la mañana hacia Copán, en Honduras, y quiero ver si hay posibilidad de llegar a tiempo.

El taxista me dice que hay dos líneas de autobuses que hacen el trayecto hasta Ciudad Guatemala: Fuentes del Norte, con mayor frecuencia de salidas, y Línea Dorada, que hace el trayecto sin paradas, y que ésta es la mejor con diferencia. Recuerdo haber mirado la información cuando consideré viajar a Flores en autobús nocturno en vez de en avión. El taquillero de Línea Dorada me dice que les queda un único billete para el autobús de las nueve de la noche (soy afortunado), que es el autobús “de lujo”, y que llega a las seis de la mañana. Me acerco a la taquilla de Fuentes del Norte, junto con el taxista, para ver si alguno de sus autobuses sale antes y llega a tiempo de poder tomar mi siguiente transporte, hacia Honduras. El primer autobús de Fuentes del Norte llega a las cinco y media de la mañana, de modo que no lo dudo y me enrolo con Línea Dorada. Compro un poco de agua y unos bollos por si me entra hambre y me siento a esperar el autobús.

Sobre las nueve menos veinte abordamos el autobús. Un guardia registra el equipaje muy someramente y nos pasa un detector portátil de metales, sin mucho entusiasmo, todo hay que decirlo. El primer “lujo” del autobús es que tiene Wifi, lo cual, pienso, me permitirá cambiar mi billete hacia Honduras, con Hedman Alas, para el autobús de esta misma empresa que sale sobre las ocho y media de la mañana. Por desgracia, canto victoria demasiado pronto. Preguntamos la clave del Wifi al conductor, que nos remite al taquillero. Éste dice que cree que debemos teclear cinco veces la letra “a” o la “e”. Con el pequeño detalle de que la clave Wifi implica al menos ocho caracteres. Varios de los pasajeros intentamos todas las combinaciones habidas y por haber con la letra “a” y la “e”, en mayúsculas, en minúsculas, combinando las dos letras… Pero no hay manera. El taquillero se marcha prometiendo averiguar la clave correcta, pero el autobús sale y nadie puede conectarse al Wifi. Es un detalle menor, pero que a mí me acaba de jorobar la posibilidad de cambiar o anular mi billete.

El autobús es relativamente cómodo, con asientos reclinables. Nos entregan también unas galletas y un zumo. Como todo no puede ser bueno, tienen el aire acondicionado a tope. Parece el polo norte. Por suerte, tuve la precaución de coger ropa de abrigo, y me pongo encima un forro fino y el forro polar que utilizo en Cercedilla (ya había leído en algún foro de Internet que el aire acondicionado lo ponían fuerte, y además me daba miedo pasar frío de noche en un viaje tan largo). Algún pasajero le pide al conductor que apague el aire acondicionado, pero aunque dice que sí, lo quitan tan solo un rato y lo vuelven a poner de nuevo. Así toda la noche. Algo absurdo, pues todo el mundo está enrollado en las dos mantas finústicas que nos han entregado y no hace ni gota de calor. Al contrario, se siente verdadero frío y, aunque con las capas de ropa que llevo encima la cosa resulta soportable, la noche es mucho más incómoda de lo que podría haber sido. Es difícil dormir con esta sucesión continua de instantes de tranquilidad térmica (los escasos ratos que apagan el aire) y corrientes heladoras. La alternancia es casi peor que si hubiesen dejado el aire encendido todo el rato. La primera parte de la noche me enchufo los cascos de mi Ipod con la música de gregoriano de Silos que me regaló mi madre. Me acuerdo de cuando, al poco de regalarme los CDs, viajé a California y de cómo escuché esta misma música en el avión y en el autobús que me llevaba de Los Ángeles a Santa Bárbara para calmar los nervios de la primera salida en solitario lejos de casa. Al final, consigo dormir a ratos, hasta las seis de la mañana, cuando empieza a haber movimiento en el autobús.

Acabamos llegando a Ciudad Guatemala pasadas las siete de la mañana, tras 10 horas de viaje. Tomo un taxi a la estación de Hedman Alas, donde llego sobre las siete y media. El autobús sale a las ocho, me dicen, pero ya está completo y es el único que hay. Contaba con esta posibilidad, lógicamente. El Plan B es tomar otro autobús a Antigua, o un taxi si es necesario, y anular la miniescapada a Copán. Como el taquillero me dice que va a ver si se puede hacer algo, espero en la estación. Veinte minutos después le pregunto de nuevo y, mucho menos colaborador, me dice que están vendidos todos los billetes y no hay nada que hacer. Decido esperar por si alguien falla. En esto veo que hay más gente en la misma situación. Una chica ecuatoriana que también viaja hacia Honduras propone que veamos la posibilidad de juntarnos varios para alquilar algún transporte, si no es demasiado caro. Finalmente, no hace falta. El taquillero nos dice que nos va a vender billetes a todos los que estamos en la misma situación. Parece ser que cambian la minifurgoneta que tenían prevista por un autobús, que acaba saliendo a las nueve y media, en vez de a las ocho, que era la hora original. Ahora hasta sobra sitio y tenemos varios asientos para cada uno. J

Nuevamente, aire acondicionado helador. Acceden a apagarlo un rato, pero como los pasajeros de atrás piden que abran la ventanilla (ahora sí hace algo de calor) acaban enchufándolo todo el viaje. Al menos son coherentes y lo dejan todo el tiempo conectado. Pero la experiencia sigue siendo surrealista: estar casi en el trópico pasando más frío que en la montaña. Juro que me arrepiento de no haber sacado el gorro que llevo en la mochila y que eche al equipaje por si acaso. Mañana me lo llevo en la mochila pequeña para el viaje de vuelta.

Sobre la una y media llegamos a la frontera. Casi una hora para el control de inmigración y como 15 minutos después llegamos a Copán Ruinas, el pequeño pueblo donde está enclavado el yacimiento arqueológico. En total, más de seis horas de viaje. Recojo la mochila y tomo un tuk-tuk para mi hotel: Casa de Café. El conductor me dice que me alojo muy lejos de la plaza principal. Es verdad que está a las afueras del pueblo, pero como comprobaré después, y pensaba, las distancias son muy pequeñas. En 6-7 minutos caminando se llega al centro del pueblo.

El pequeño hotelito resulta encantador y muy acogedor. Rodeado por montañas de café y con un precioso patio con mesitas para sentarse, donde me dicen que sirven el desayuno. Las encargadas son la amabilidad personificada, con esa dulzura en el hablar que caracteriza a algunos latinoamericanos. Me traen agua purificada y me dicen que puedo pedir en cualquier momento, sin cargo, té, limonada, café o chocolate. Y con cargo, otras bebidas y alguna cosa ligera que comer.

Según entro en la habitación, me avisan de que tengo una llamada desde España. Es Feli, que estaba preocupada al no saber nada de mí en varios días. Vuelvo a la habitación y, al cabo del rato, decido acercarme al pueblo. Estoy muy cansado, pero al menos quiero dar una vuelta y prefiero hacerlo de día. Para la cena, pienso, puedo comprar algo en el pueblo y comerlo en el patio, junto con alguna otra cosa que encargue en el hotel.

El pueblo es muy pequeño, pero tiene encanto, lleno de vida, con las calles empedradas y casas pintadas de colores pastel. De hecho, agrada comprobar que no se trata del típico pueblo de turistas, sino de un sitio que aún conserva su autenticidad. La plaza está llena de gente. En un flanco, una pequeña iglesia colonial y un café con terraza en el segundo piso, el Café Colonial, desde donde se contempla toda la plaza.


Paso al Café Colonial y pido una hamburguesa para llevar. Aguardo observando la plaza mientras la preparan, junto a un grupo de americanos que toman una cerveza en la terraza. Luego, regreso al hotel. Lo primero, me afeito y me pego una ducha. La felicidad es absoluta, pues tras titubear y salir tibia, el agua acaba saliendo verdaderamente caliente. Creo que es la primera ducha realmente caliente que tomo desde que salí de España. Me pongo ropa limpia y me siento en el patio que rodea las habitaciones. Encargo un tamal con pollo y una coca-cola para acompañar a la hamburguesa que he comprado. Y para rematar el lujo, un trozo de pastel casero de zanahoria con helado de chocolate, y un batido de banana. Es, quizás, un exceso, pero hay que tener en cuenta que en un día y medio tan solo he comido unas almendras y un poco de chocolate que traje de España (por si me hacía falta), unas gominolas que compré en el aeropuerto, de nuevo en plan previsor, las galletitas que me dieron anoche en el autobús y, lo más contundente, en la comida de hoy, dos empanadillas y una especie de tortilla de maíz enrollada que me han dado en el autobús que me ha traído hasta Copán.

Aunque la cancelación del vuelo me ha dejado poco tiempo para ver las ruinas (mi autobús sale mañana a las dos y veinte), me alegro de haber venido. Madrugaré para intentar estar a las ocho cuando abran y tener al menos cuatro o cinco horas para la visita.   

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