miércoles, 8 de enero de 2014

Regreso



El último día en Guatemala lo paso entre aviones y aeropuertos. Llegamos al aeropuerto con más de cuatro horas de antelación a la salida del vuelo, por lo que hay que esperar un rato a que abra el mostrador de Iberia. Facturo el equipaje sin problemas de sobrepeso: mi báscula portátil casi ha clavado el peso exacto del equipaje (unos 22 kilos, al límite de lo permitido). En el mostrador me informan de que haremos una escala técnica en San Salvador (yo pensaba que el vuelo era directo). 

El trayec
to hasta El Salvador dura 30 minutos, pero allí tenemos que desembarcar con todo el equipaje y esperar algo más de una hora para subir de nuevo al avión. Como a la ida, ir sentado en la salida de emergencia se agradece mucho, aunque en esta ocasión el asiento está situado justo al lado del aseo (con el consiguiente trasiego de gente) y al lado del cubículo de las azafatas (con lo cual hay luz encendida todo el tiempo). Charlo con una de las azafatas, muy amable, que vive en San Fernando e intercambiamos "experiencias y deseos viajeros", leo un rato y también duermo unas horas, aunque poco.

El vuelo aterriza muy puntual, con quince minutos de adelanto, a las 13,15. Paso el control de pasaportes, recojo el equipaje y paso la aduana y, al salir, me está esperando mi amigo Luis Alberto para llevarme a casa. Me doy una ducha y me afeito, y sobre las cuatro me marcho al despacho a trabajar unas horas. 

Toca ya volver a la rutina y pensar en la siguiente escapada.... 

martes, 7 de enero de 2014

Transición

El lunes y el martes son ya días de transición, a caballo entre la despedida de Guatemala y el regreso a España.

El lunes, después de desayunar, bajo al muelle para tomar la lancha pública hacia Panajachel, donde debo coger el "shuttle" que me llevará de regreso a Antigua. La lancha llega atestada de gente. Soy, aparentemente, el único extranjero y al lanchero no le debo de caer demasiado en gracia. Por supuesto, para no perder tiempo, no se molesta en acercar del todo la lancha al muelle, obligándome a saltar. Antes, colocamos mi mochila en el techo de la lancha, mientras me grita que me dé prisa. Me acomodo en la parte delantera, medio en cuclillas. Cuando llegamos a Santa Cruz, toda la prisa que había conmigo se convierte en relajación. Una de las chicas guatemaltecas que sube a la lancha le dice que viene otra persona, a la que ni siquiera se divisa, y esperamos varios minutos hasta que aparece. Cuando lo hace, llega caminando con parsimonia, sin que el lanchero le diga absolutamente nada. Será que se le han pasado ya las prisas... Luego, volvemos al muelle de Santa Cruz, después de zarpar, hasta en cuatro ocasiones, cada vez que ve que se acerca un potencial pasajero, o que alguno de los ocupantes de la lancha le dice que viene alguien. Cuando llegamos a Panajachel, el chico que ayuda al lanchero, tampoco precisamente demasiado amable, me pide 25 quetzales por el viaje. Le digo que lo habitual son 20 (para extranjeros, a quienes ya nos cobran ocho o diez veces más que a los locales) y me señala al patrón, diciendo que es él quien quiere cobrarme 25. Le respondo que no me parece bien, pero aunque me cabrea lo dejo correr, pues no me merece la pena la discusión en este caso, siendo ya el último viaje en lancha, por una cantidad tan nimia, incluso desde sus propios estándares. 

Espero en el muelle de Pana algo más de una hora hasta que llega el "shuttle", que me deja junto a mi hotel: Casa Cristina. En esta ocasión, había reservado una habitación en la tercera planta, con ventanas al exterior y vistas al volcán. También es algo más grande, aunque después de alojarme en la primera planta los primeros días, en un habitación interior, no me habría molestado ya en pagar los 15 dólares de diferencia. 





Como unos montaditos cerca del hotel y regreso para preparar el equipaje. Encajar todo resulta una tarea ardua, porque llevo demasiadas cosas. Dejé varios kilos de margen al salir de España, pero las compras pesan, y ocupan, mucho.Creo, en todo caso, a juzgar por el peso que me da la báscula portátil que llevo, que me ajustaré, por los pelos, a los límites de peso. Por si acaso, dejo en la parte baja de la mochila un par de líquidos de los que puedo deshacerme, llegado el caso, si me pasara un poco del peso autorizado. Si con esto no bastara, me tocaría pagar sobrepeso. 



Por la tarde-noche, después de ver anochecer en la azotea, salgo a un cibercafé a imprimir la tarjeta de embarque y cenar algo. Aunque ha sido un día de no andar mucho, estoy sorprendentemente cansado, por lo que a las diez estoy ya en la cama. 

Duermo un número de horas más que prudente y bajo a la recepción a coger un café y un par de bollos de cortesía. Quiero reservar los quetzales que me quedan para el aeropuerto, para no tener que sacar más dinero. Doy cuenta del desayuno en la azotea, acompañado de los restos de un trozo de tarta de zanahoria y un batido de fresa que compré anoche. Después, bajo a ducharme, afeitarme, cargar los aparatos electrónicos para el viaje y cerrar el equipaje. A las doce y media me recogen en un "shuttle" para salir hacia el aeropuerto. 

lunes, 6 de enero de 2014

Santiago Atitlán

Me despierto sobre las cinco y media, poco antes de amanecer. Unos minutos antes recibo un mensaje en el teléfono móvil en el que me ofrecen adoptar una cachorra de pastor alemán de nueve meses a la que atropelló un coche. Respondo que de momento no tengo pensado volver a convivir con un perro, no tan pronto. Por una parte, creo que es bueno que pase algo más de tiempo, como en cualquier proceso de duelo –la herida está aún demasiado reciente y es aún demasiado dolorosa-- y, por otra parte, no estoy seguro de que este sea el momento apropiado de mi vida para ello. Aunque reconozco que tampoco lo descarto del todo, cuando se den las circunstancias apropiadas.

Mi última mañana en el Lago la dedico a conocer Santiago Atitlán, uno de los pueblos que quedaron pendientes de ayer. Tomo la lancha pública para llegar a San Pedro y desde allí, un barco algo más grande para ir a Santiago. Hasta este momento no me había dado cuenta de la verdadera dimensión del lago, mucho mayor de lo que yo pensaba. Santiago está mucho más alejado que los pueblos que he visitado hasta ahora y por eso la perspectiva cambia.



Santiago Atitlán resulta ser un pueblo interesante, con muchos puestos para turistas, pero también con una población indígena muy importante. Al bajar del barco, un par de personas se ofrecen como guías y me proponen llevarme a ver al Maximón, una curiosa deidad, que bebe y fuma, mezcla de la religión cristiana y de las tradiciones maya, y que aúna, bajo una misma forma, figuras tan dispares como Judas, Pedro de Alvarado (el conquistador español de Guatemala) y varios dioses maya: sincretismo religioso en estado puro.  

Descarto las ofertas de guía y decido caminar por mi cuenta. En unos minutos llego a la plaza principal del pueblo, donde hoy se celebra el mercado. También veo la iglesia local, en la que decenas de personas, entre ellas muchas mujeres con las vestimentas tradicionales, asisten al oficio religioso (hoy es domingo). 





Al salir de la plaza, le pido a un conductor de tuk-tuk que me lleve a la casa donde está el Maximón. La efigie del Maximón está siempre custodiada por una cofradía, en una casa particular, que va variando cada año, después de Semana Santa. En la casa hay varios hombres fumando y bebiendo (al Dios se le hacen, de hecho, ofrendas de tabaco y alcohol) y otro arrodillado, rezando.

Regreso al puerto y de allí a San Pedro. Atravieso el pueblo para llegar al otro muelle y regresar al hotel. Por segunda vez desde que estoy aquí el lanchero está a punto de pasarse el embarcadero de mi hotel, pero esta vez estoy más despierto que a mi llegada (la experiencia es un grado) y, en cuanto veo que no se acerca lo suficiente a la orilla, empiezo a gritarle que voy a “Lomas”, hasta que se percata de su error y corrige el rumbo, “in extremis”.


Almuerzo en el hotel y el resto del día lo paso leyendo y descansando, aunque con un calor considerable. Mañana regresaré a Antigua y al día siguiente volveré a España, poniendo así punto final a este viaje. Ha sido, pese a mis reticencias de última hora, un viaje sumamente interesante, que, además, me ha venido muy bien, creo, en esta fase de mi vida. Al menos, vuelvo mucho más relajado psicológicamente y con una carga de estrés mucho menor que la que tenía a mi partida. Por supuesto, no soy tan ingenuo como para no saber que la tranquilidad durará poco, y se disipará rápidamente, una vez que reemprenda la rutina diaria. No obstante, abrir la válvula de escape de vez en cuando, sea de un modo u otro, con uno u otro mecanismo, siempre tiene efectos beneficiosos, sobre todo para aquellos, como yo, que trabajamos mediante sistema de “saturación”, una actitud, debo reconocer, poco inteligente, pero que cuesta mucho cambiar.   

Peregrinando por los pueblos del Lago

Hoy dedico la jornada a recorrer varios de los pueblos situados en las orillas del Lago Atitlán. Al acostarme, dejé las cortinas del balcón descorridas para despertarme con el amanecer y ver así las primeras luces del día. A las siete, cuando abre el restaurante, ya estoy desayunando. El precio de la habitación incluye desayuno continental (zumo, café y tostadas con mermeladas caseras) y el resto es extra: desayuno “típico” (guatemalteco) o americano. A mí me vale con el continental, pero le añado un yogur casero con fruta y muesli, también casero, que realmente merece la pena.

Cuando acabo de desayunar, bajo al muelle del hotel para coger la lancha pública. M intención es empezar visitando San Marcos, San Juan, San Pedro y Santiago Atitlán, y luego recorrer el resto de los pueblos en sentido contrario (hacia Panajachel). A la que estoy descendiendo hacia el embarcadero, veo que pasan las dos lanchas públicas, en los dos sentidos, de modo que asumo que me tocará esperar una media hora. Mientras espero veo pasar algunas lanchas, pero aunque les hago gestos con los brazos ninguna para. No sé si soy poco efectivo, o si son lanchas privadas. Al rato, baja uno de los empleados del hotel que va hacia Panajachel en la lancha privada. Le pregunto si puedo ir con él, pues, pienso, desde Pana será más fácil moverme en cualquier dirección, y en realidad me da igual empezar por un sitio que por otro.

En mi periplo por el lago a lo largo del día compruebo que parece haber dos tipos de pueblos: los de “Gringolandia” (básicamente al servicio del turismo, sobre todo americano, con cafés, tiendas y demás) y las pequeñas aldeas, donde la gente parece vivir con mucha humildad y tan solo hay un par de puestos ambulantes y comercios locales (tiendas de comida, sobre todo). Entre medias, San Marcos, que es una especie de mezcla: en la parte alta del pueblo, las casas donde habita la población local. A la izquierda del embarcadero, en un paisaje rodeado de árboles y vegetación, la parte más turística, con varios hoteles (incluyendo uno en el que consideré alojarme pero que deseché por ser muy caro). En cierto sentido, podríamos decir también que esta parte del pueblo es una especie de “gringolandia hippy”, pues San Marcos tiene fama de atraer este tipo de turismo. Hay muchos turistas (sajones, sobre todo) que piensan que aquí hay una energía especial y alrededor de esta creencia han germinado algunos sitios de meditación, incluido uno con pirámides en el jardín!!! En general, el Lago Atitlán es, junto con Antigua, la zona más turística del país. Nada que ver con la zona de Petén (más selvática), prácticamente sin viajeros y que es la que más me ha gustado de todo el viaje.

La visita a los pueblos merece la pena, no obstante, por las pequeñas aldeas y por ver cómo vive la gente de las etnias locales. La mayoría habla entre sí en lenguas maya y muchas de las mujeres utilizan las vestimentas típicas, tanto los huipiles como otros ropajes tradicionales.

El primer pueblo que visito es Panajachel. Nada reseñable, la verdad. Las vistas desde la orilla del lago son bonitas, pero el resto es una colección de calles con comercios y restaurantes. De ahí me muevo a Santa Cruz. Al bajar de la lancha, me olvido de pagar (aquí se suele pagar al acabar el viaje) y el lanchero me da una voz, diciendo: “amigo, aquí no es gratis”. Después de disculparme y evitar hacer un “sinpa”, subo hacia Santa Cruz. Todo el pueblo está en cuesta, como algunos otros. Decido caminar y no coger un tuk-tuk, como haré el resto del día. El ejercicio me vendrá bien para equilibrar los excesos culinarios de los últimos días, aunque hay veces que debo admitir que uno se queda sin resuello, porque algunas cuestas son tremendas: ni las de Toledo. Santa Cruz es  casi lo opuesto a Pana, una pequeña aldea donde corretean los niños y algunos hombres trabajan en distintas faenas.



De Santa Cruz me desplazo a San Marcos.



Allí visito un pequeño parque natural, con senderos trazados, un trampolín para saltar al lago, zonas para nadar y subidas a algunos “santuarios maya” (básicamente, unos círculos con piedras).



 Claramente, algunos de mis colegas turistas encajan en el fenotipo hippy, a juzgar por su apariencia y actitud meditativa. Las vistas desde el parque son lo mejor de todo.



De Santa Cruz continuo mi peregrinaje hacia San Marcos, aunque termino bajándome en San Pedro, que es el primer lugar al que arribamos (San Marcos está casi al lado). San Pedro es un pueblo tipo Panajachel, aunque algo más bonito. Desde aquí, en un muelle distinto al de llegada, salen los botes para Santiago Atitlán. Me cuesta un poco encontrar el otro muelle, pero al fin doy con él. Son casi las dos y el barquero me dice que la lancha saldrá como en una media hora y que el trayecto dura 35 minutos. Como la última lancha desde San Pedro zarpa a las cinco, decido dejar Santiago para otro momento (probablemente me acercaré mañana), porque no quiero arriesgarme a quedarme tirado.

En su lugar, cambio Santiago Atitlán por San Juan de la Laguna, quizás el pueblo que más me gusta de todos. A mitad de la cuesta de subida me paro en un escalón, porque son ya las dos y media pasadas y aún no he comido nada. Doy cuenta, en primer lugar, de mis consabidas almendras. Realmente no sé qué habría hecho sin ellas :) Aunque suene raro, traerlas fue una idea genial. Además, el otro día, en la azotea de Antigua, leía precisamente un artículo en un periódico español (no recuerdo si “El País” o “El Mundo”) que presentaba los resultados de una macro-investigación, la más exhaustiva llevada a cabo hasta el momento, que demuestra que la ingesta regular de frutos secos disminuye exponencialmente los riesgos de padecer infarto y cáncer. Al menos estos días de vacaciones habré contribuido algo a ese “seguro de vida”, espero…. A las almendras añado un trozo de pastel de macadamia que compré en San Marcos. Cuando lo compré le dije a la chica que me parecía un poco caro (12 quetzales, un euro aproximadamente), pero debo admitir que es cosa fina. Que conste que en algunos de los pueblecitos más grandes no faltan sitios donde comer, pero prefiero no pararme demasiado para aprovechar más el día, teniendo en cuenta, además, que la cena empieza a las seis de la tarde y acaba sobre las ocho u ocho y media.   

San Juan es una pequeña aldea, con una iglesia, una placita y poco más, pero el pueblo resulta muy auténtico y tiene cierto encanto. 



San Juan es famoso por sus pinturas y artesanías locales, de la etnia Tz’utujil. Hay una cooperativa de café, que no llego a visitar, y varias cooperativas textiles, donde las mujeres tejen a mano distintas prendas tradicionales, utilizando algunos pigmentos de plantas a modo de tinte. En una de estas cooperativas compro varios textiles para llevar a casa. Regateo un poco los precios, entre sonrisas y “piropos” al trabajo de las tejedoras, y creo no conseguir precios demasiado malos, a juzgar por el modo de comportarse de la jefa, que hace las cuentas varias veces, incluso después de haber cerrado ya el precio total. Obviamente, ellas ganan, como debe ser, pero con un margen que espero sea también razonable para mí. En cualquier caso, aunque acabo gastándome bastante más dinero del que en principio tenía pensado, porque compro varias cosas, me voy satisfecho con los textiles.

Desde San Marcos decido regresar ya al hotel, para dejar un margen de seguridad con la última lancha, que sale de San Pedro a las cinco. Para llegar al hotel tomo primero una lancha hacia San Pedro y desde allí otra, que antes de dejarme en el embarcadero para en San Marcos para dejar a la mayoría del pasaje. En el trayecto charlo con un chaval joven, poco más que un niño, que me pregunta de dónde soy. En general, por lo que he podido comprobar, la gente en los pueblos del lago es amable, aunque parca en palabras. Si preguntas una dirección te indican en seguida cómo proseguir, pero con una frase escueta: “por allí”, “a la izquierda” y poco más. Imagino que esta actitud reservada tendrá algo que ver con su pertenencia a culturas autóctonas y también puede que haya influido el pasado más reciente: en esta zona hubo núcleos importantes de actividad guerrillera durante la guerra civil y en algunos pueblos, como Santiago Atitlán, se cometieron verdaderas masacres por parte del ejército. Con el chaval charlo de fútbol. No soy muy futbolero, como sabéis todos, pero en esta ocasión hago una excepción, digo que soy del Madrid (mi amigo José Ramón estará contento) y comento la noticia que supuestamente sitúa a Iker Casillas en el Barça (en realidad, aunque el chaval lo dé por seguro, tiene más pinta de ser un rumor o la inocentada del mes).     


Acabo la tarde en la terraza del restaurante del hotel, escribiendo este diario, viendo atardecer en el lago y tomando un zumo de papaya. 


Atitlán

Hoy viajo al Lago Atitlán, que el escritor inglés Aldous Huxley (el autor de esa magnífica distopía que es Un mundo feliz/A Brave New World) describió como “el lago más hermoso del mundo”. Quizás la afirmación resulte un tanto exagerada, pero no hay duda de que el Lago Atitlán es realmente un sitio digno de conocer. Se trata de un lago de origen volcánico, formado hace unos 85.000 años, jalonado de pequeños pueblos indígenas (las etnias principales son los Kaqchiquel y los Tz’utujil) y rodeado de tres volcanes: San Pedro, Atitlán y Tolimán. 

Sobre las ocho y cuarto me recoge una pequeña furgoneta en la que viajamos en torno a una docena de personas. El conductor está empeñado en que en la reserva figuramos dos personas, pero tengo que desengañarle: para bien o para mal viajo solo. De todas formas, con lo llena que está la furgoneta, en este caso mejor para todos los pasajeros que sea así. En unas dos horas y media, tras una parada “técnica” de cinco minutos, llegamos a Panajachel, el principal pueblo turístico del lago. El paisaje a la que descendemos hacia el pueblo es impactante, salvo por una horrible torre de viviendas que alguien tuvo la espantosa idea de construir.

En Panajachel tomo la lancha pública para llegar a mi destino final: el hotel Lomas de Tzununa, situado en un acantilado cerca de la aldea de Tznuna, uno de los pueblos más pequeños y humildes del lago, que pertenece al municipio de Santa Cruz. He preferido alojarme aquí para estar en un sitio algo más auténtico y apacible, alejado de “Gringolandia”, como algunos llaman a Pana, aunque ello suponga un mayor aislamiento.

La lancha es el medio principal de transporte de la zona y en ella se van subiendo pasajeros de distintos pueblos, con sus mercancías respectivas. Algunos de ellos hablan entre sí en las lenguas mayas. Tras varias paradas llegamos a Tznuna. Estoy tentado de preguntarle al lanchero por mi parada, pero lo dejo correr, confiado en que será la próxima. En cambio, la siguiente parada resulta ser otro pueblo del lago, donde se baja casi todo el mundo que aún quedaba en la lancha. El lanchero se había olvidado de mí (tenía que haberme dejado en la parada anterior a Tznuna). Me dice que baje en este pueblo, tome otra lancha en dirección contraria y que le pague solo la mitad del viaje, 15 quetzales, pagando después otros 10 al siguiente lanchero. Le comento que en el muelle me dijeron que no debía pagar más de 15 quetzales en total (en el hotel me hablaron de 20 o 25, y en el muelle, de 10 o 15). Acabo dándole 10 quetzales a él y otros 10 al siguiente lanchero.

El trayecto en la segunda lancha es bastante más movido, quizás porque vamos a contracorriente o porque voy sentado delante del todo, para asegurarme de que esta vez no se olvidan de mí. Pero el oleaje es tolerable. Al parecer, el lago suele estar en calma durante la primera parte del día, pero por la tarde se levanta un viento del sur llamado Xocomil, que dificulta mucho la navegación. Durante el camino, me acuerdo de mi padre, que tanto disfrutaba de los barcos y de cualquier tipo de navegación.  

El hotel está situado en un promontorio con unas vistas espectaculares. 



Es un sitio idílico. Pienso que soy francamente afortunado de  poder conocer lugares como éste. Como casi todo tiene un precio en la vida, para llegar a la recepción hay que subir 350 escalones, con el mochilón a la espalda…




Se puede llamar por un interfono para que vengan a recogerte (de hecho, a la llegada a la recepción me preguntan, sorprendidos, por qué no lo he hecho); pero tampoco le veo demasiado sentido a que alguien cargue con mi equipaje si yo estoy capacitado físicamente para hacerlo. Por lo demás, la subida tampoco es para tanto. Basta con tomárselo con calma y pararse de vez en cuando a contemplar la vista.

La habitación del hotel es francamente buena, sobre todo por la fabulosa terraza con vistas al lago, las mismas vistas que tiene el restaurante, donde almuerzo al poco de llegar. Lo que sí hace es calor. Es, de hecho, el primer sitio en Guatemala donde paso tanto calor, aunque, como podré comprobar después, por la noche refresca bastante.






A media tarde bajo al muelle a ver de nuevo el paisaje desde allí. Paso el resto de la tarde observando el lago desde la cama y desde la terraza, leyendo un poco, reflexionando (quizás demasiado) y viendo atardecer. 



Luego me doy una ducha (el agua se calienta mediante placas solares, pero sale muy caliente) y bajo a cenar. El restaurante cierra a las nueve, pero te piden que no llegues más tarde de las ocho. De cena pido nachos con Guacamole casero, lubina negra del lago a la plancha (está bastante buena) y mascarpone casero, todo ello aderezado con una cerveza local, la más popular, que ya probé en la zona de Petén (Cerveza Gallo). Una buena combinación. 



Y con esto se acaba el día. Mañana tengo pensado recorrer varios pueblos del lago, reservando probablemente el tercer día de mi estancia (el penúltimo que pasaré en Guatemala) para descansar en este sitio tan especial. 

jueves, 2 de enero de 2014

Antigua (2)

Hoy dedico el día a acabar de visitar Antigua. Tras desayunar en el mismo café que ayer, me acerco a la zona oeste del Parque Central, adyacente a mi hotel, donde están situados el Claustro de San Jerónimo y el Convento de la Recolección.



Como casi todas las iglesias y conventos históricos de Antigua se encuentran en ruinas, como consecuencia del terremoto de 1773 y de movimientos sísmicos anteriores. El hecho de que estén en ruinas no impide que cobren una entrada bastante cara, de 40 quetzales, para entrar a cada uno de ellos, como sucede también en otros monumentos de la ciudad.


No resulta demasiado lógico, porque te cobran prácticamente lo mismo (a veces menos) por visitar monumentos importantes que otros en los que solo hay un puñado de ruinas. Para mayor abundancia, el precio para extranjeros cuesta ocho veces más que el de los nacionales. Me parece lógico que saquen dinero del turismo extranjero, pero la proporción me parece excesiva. En todo caso, como tengo tiempo y ganas de ver todos los monumentos, acabaré pagando casi todas las entradas, con alguna excepción.

Cuando acabo de visitar el Convento de la Recolección, me desplazo hasta el mercado, situado junto a la estación de autobuses, en el extrarradio de la zona central.


En realidad, hay dos: un mercado de antigüedades (básicamente para turistas) y otro en el que venden comida, ropa y otros enseres, en el que prácticamente no se ven extranjeros. 


De camino al centro, paro en el antiguo Monasterio de los Jesuitas, hoy rehabilitado como sede de un centro de formación de la Agencia Española de Cooperación Internacional. La restauración se ha hecho con gusto, y el lugar resulta muy agradable.




Ya en el centro, aprovecho para llamar por teléfono a Feli desde un locutorio y subo a la planta alta del ayuntamiento, que ayer estaba cerrada y desde donde se divisan buenas vistas del Parque o Plaza Central. Luego, paso al interior de la que en época colonial fue la Universidad de San Carlos de Borromeo, para ver su patio exterior. Hoy en día es un museo de arte colonial, al que no entro. Me desplazo a la parte este de la plaza y visito la Iglesia y el Convento de San Francisco, donde se conserva la tumba del único santo guatemalteco (canonizado en 2002 por Juan Pablo II): el predicador tinerfeño Pedro de Betancourt, o Hermano Pedro, como se le conoce en estas tierras, un franciscano que realizó una encomiable labor de protección de los indígenas más pobres.


En el museo de la iglesia impresiona ver las muletas y los testimonios de los que dicen haber objeto de curaciones milagrosas por su intercesión. Aunque tengo hambre, aguanto un rato, para visitar el penúltimo convento que me queda por conocer: el de Santa Clara, fundado en 1699.

Tras almorzar en el mismo restaurante que ayer (soy un hombre de costumbres, lo reconozco), me acerco al Convento de Capuchinas,
donde destaca una torre circular con las celdas en las que se alojaban las monjas. Por último, regreso al Convento de Santo Domingo, donde estuve ayer, para ver su chocolatería, que ayer estaba cerrada.


Con esto doy por concluida mi visita diurna a Antigua. Regreso caminando al hotel y subo un rato a la azotea a leer y ver anochecer.


Sobre las ocho saldré a cenar para no acostarme demasiado tarde. Mañana a las ocho salgo para el Lago Atitlán, la última etapa en este periplo guatemalteco.

miércoles, 1 de enero de 2014

La muy Noble y muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros


Me levanto más tarde de lo que me gustaría (a las nueve menos diez), pero ayer no me fui a la cama hasta la una y media, y quiero dormir un número prudente de horas. Sobre las nueve y media estoy listo para salir a conocer la ciudad. Comento con la señora de la recepción la posibilidad de unirme a una excursión para subir al volcán Pacaya, aunque no estoy seguro de si merece la pena. Hasta hace un par de años, se podía subir hasta el cono del volcán y se podía contemplar la lava. Pero hace ya tiempo que la ascensión está restringida y, además, ya no se ven apenas signos de actividad volcánica (aunque el volcán sigue activo en sentido estricto). Como me dicen que puedo decidirlo a la tarde, me tomo el día para pensarlo. Acabaré dándole vueltas a la idea de ir al volcán hasta última hora, pero finalmente decido dejarlo correr. Por lo que leo en Internet la excursión merece la pena por las vistas (si es que no está nublado, que es lo más habitual) y por poder contemplar un paisaje de arena y rocas volcánicas. Pero, en último término, ya tuve ocasión de ver este tipo de paisaje en Lanzarote y en Tenerife. Como, además, hoy es día de Año Nuevo, gran parte de los edificios de Antigua están cerrados, de modo que me quedan muchos para visitar al día siguiente. A esto se une que Antigua resulta una ciudad realmente relajante, por lo que tampoco parece mala idea tomarse un día para pasear tranquilamente por sus calles.

Antes de salir del hotel, subo a la azotea para contemplar las vistas. 


En cuanto salgo del hotel, encamino mis pasos hacia un café cercano, sobre el que he leído en la guía. Tomo un magnífico desayuno casero: yogur natural con cereales, pastel de chocolate y un batido de piña y fresa. 



Comienzo la visita de Antigua, o de la muy Noble y muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala, como se conocía durante la época colonial, por el monasterio y la iglesia de la Merced. La iglesia resulta interesante, con su fachada barroca de tonalidades pastel.



Pero el monasterio, o más bien lo que queda de él tras el terremoto de 1773, que acabó con el traslado de la capital a la actual Ciudad de Guatemala, es simplemente encantador. Recorriendo el Claustro del Monasterio y la planta superior, con vistas a los volcanes, experimento una calma como hacía tiempo que no sentía.


En general, Antigua es una ciudad muy atractiva, a pesar de que estos días tiene demasiada gente por las festividades de fin de año. Sus calles adoquinadas y sus fachadas de color pastel descubren en cada esquina alguna casona antigua o algún edificio con jardín o patio interior. Incluso se ve gente paseando tranquilamente con sus perros. Incluidos, por cierto, varios pastores alemanes; entre ellos, un precioso pastor que veo en la plaza central y que gime desesperado cuando su dueña se aleja de él y se queda al cuidado de su dueño.


Estos perros son verdaderamente increíbles. Recuerdo que a mi perra le entraba la misma desesperación cuando mi padre y yo nos separábamos… Lo que sí tiene Antigua de malo es que tan solo hay una calle peatonal. Como consecuencia, el tráfico es continuo. El tránsito de coches resulta soportable, porque, a diferencia de la capital, donde la gente conduce atropellándose los unos a los otros --o incluso de Copán, donde los tuk-tuks recorren las calles a toda velocidad—aquí se conduce pausadamente. Aún así, resulta una lástima tener que estar pendiente continuamente de lo coches.

Tras  visitar el monasterio y un par de tiendas de artesanía, me dirijo a la plaza central, donde acabo encontrándome con la chica española que conocí ayer. Al final se quedó en casa de sus amigos y han venido hoy a pasar el día de Año Nuevo a Antigua. Más tarde, visito la Catedral (o más bien las ruinas que quedaron en pie tras el terremoto y que no dejan de tener su atractivo) y un “museo del chocolate”, en realidad una pequeña exhibición y una tienda con deliciosas variedades de cacao y chocolate. Me acuerdo, cómo no, de mi amiga Eloísa, que comparte, y supera, mi adicción a este manjar de dioses.





Finalizo la mañana visitando el Convento de Santo Domingo, el monasterio más rico de la ciudad, fundado en 1542, y que actualmente es un hotel, dentro del cual se encuentran varios museos y las ruinas de la antigua iglesia y el convento.


Cuando acabo son más de las tres y estoy “starving total”, como decíamos Gema, Mª Rosa y yo en Santa Bárbara. Cerca del Convento hay un pequeño restaurante que, según la guía, vende sándwiches. Mi idea es comer algo rápido, pero sucumbo a la tentación y termino sentándome en el patio interior del restaurante. Doy cuenta de un magnífico plato de canelones de gambas, ricotta y varios tipos de queso gratinado (verdaderamente excelente) y termino con un panettone de queso, que no está nada mal. A este paso cogeré más de un kilo antes de salir de Antigua :)

Por la tarde me acerco a ver algún otro convento o iglesia, aunque compruebo que muchos de ellos están hoy cerrados, salvo en los casos en que tengo la suerte de que la visita coincide con la misa. Sobre las seis y media vuelvo al hotel y subo a la azotea, ya casi anochecido.


A las ocho y media salgo a cenar. En este caso, con algo menos de suerte. La comida no está mal, pero tampoco es excepcional. Para más inri, cuando la camarera me pregunta qué quiero beber, le pido “ponche navideño”, que he visto en el menú como un “Christmas special”. Resulta ser otro tipo de “ponche” del que yo esperaba, que llega en una jarra de barro y desde luego no puede considerarse precisamente una bebida. Me pregunto qué pensaría la camarera cuando le pedí el ponche de beber. Supongo que, como nos sucede a todos, simplemente pensó que “estos guiris están locos”. Acabo pidiendo una naranjada.


Tras la cena, un paseo de vuelta al hotel y a escribir un rato este diario.  

Copán



Como tenía previsto, madrugo con la intención de visitar las ruinas a primera hora. A las seis menos cuarto ya estoy en pie. Desayuno en el jardín del hotel, junto a mi habitación, y salgo para las ruinas.


El parque arqueológico está situado como a un kilómetro del centro del pueblo, a unos 20 minutos andando desde el hotel. Copán es famoso entre los yacimientos maya, sobre todo, por la calidad de sus esculturas en piedra. Además, en el recinto se hallan los restos de un juego de pelota muy bien conservado (el segundo más grande de Centroamérica), así como el monumento más importante de Copán: una escalera jeroglífica, donde se narra la historia de la ciudad a través de sus reyes, y que constituye una de las principales fuentes para el conocimiento de la cultura maya.



Aunque tengo únicamente unas horas para recorrer el recinto (a la una quiero haber acabado la visita para dejar margen suficiente para coger el autobús de las dos y veinte), no puedo resistirme a desviarme por una “senda natural” que se adentra en el bosque y que describe algunas de las principales costumbres maya en conexión con la naturaleza. El sendero no debe de ser muy transitado, porque cada dos por tres me llevo por delante telas de araña. Por suerte, no parece que sean “arañas tigre” como las que vi en Ceibal. 


Tras recorrer el sendero, llego a la Gran Plaza, donde se encuentran algunas de las mejores estelas maya que he visto hasta ahora (y ya llevo unas cuantas desde que llegué a Guatemala), así como algunas construcciones bastante imponentes, aunque nada que ver, claro, con la majestuosidad de las pirámides de Tikal. Todo lo contrario sucede con el juego de pelota, que efectivamente está muy bien conservado, con sus cabezas de guacamayo en los laterales.


El juego de pelota no era un deporte en sentido estricto, tal como lo concebimos hoy, sino un juego sagrado en el que únicamente podían participar sacerdotes y miembros de la nobleza. Aunque las reglas exactas probablemente variaban de una ciudad a otra, se cree que los jugadores debían golpear la pelota con cualquier parte de su cuerpo, salvo con las manos, la cabeza o los pies. En el caso de Copán, al menos, la presencia de las cabezas de guacamayo sugiere que los jugadores debían golpear alguna de estas cabezas antes de que el juego pudiera finalizar. Solo así se aseguraba que el sol siguiese encendido. Probablemente, en algunas ocasiones especiales, el juego terminaba con el sacrificio de alguno de los jugadores. Tal vez, el “capitán” del equipo perdedor; pero puede que también los jugadores victoriosos tuviesen que ofrecer su vida alguna vez en homenaje a las deidades.

Junto al juego de pelota se encuentra la escalera jeroglífica, protegida por una lona, así como los restos de otras construcciones.


Visito también dos túneles que permiten contemplar los restos de otras estructuras mayas (los mayas solían construir unos edificios sobre los restos de otros), incluido el “Templo Rosalila”, que encontró prácticamente intacto.

Cuando acabo de recorrer el recinto, visito el museo, pequeño, pero muy interesante, por los objetos que se conservan, y decido acercarme a otro yacimiento que está situado a un kilómetro y medio del parque principal: las Sepulturas, una zona residencial donde se han excavado algunas de las viviendas de la elite de la ciudad (el nombre proviene de la costumbre de  enterrar a los muertos en esta misma zona). Como voy un poco justo de tiempo, apresuro la visita, aunque en realidad tan solo hay restos no demasiado bien conservados y que tampoco me llaman ya tanto la atención, después de varios días visitando algunas de las principales ciudades maya. 


Regreso andando al hotel (algo más de media hora), cojo el equipaje y tomo un tuk-tuk para llegar a la estación de autobuses. El autobús es, aparentemente, más nuevo que el de la ida, pero al menos en la parte de atrás se balancea continuamente, de una manera espantosa, con el consiguiente mareo. Me cambio a la parte delantera y la cosa mejora un poco, aunque tampoco en demasía. En esta ocasión los trámites de inmigración van más rápidos. En la frontera conozco a una chica española que está haciendo cooperación en Guatemala y que viaja en el mismo autobús que yo. Va a pasar el fin de año en Ciudad Guatemala, aunque su intención inicial era ir también a Antigua, por el problema de la seguridad en la capital. En todo caso, me dice, va a llamar a unos amigos suyos que viven en la capital e intentará quedarse con ellos.

En la aduana guatemalteca me piden 10 quetzales. Lo mismo le piden a la chica española, que les dice que ya los pagó a la ida (a mí a la ida no me pidieron nada). Después de pagarlos me arrepiento, no por la cantidad, menos de un euro, sino porque recuerdo haber leído en la guía que no hay tasa oficial para ingresar a Guatemala, como sí la hay, por ejemplo, para entrar en Honduras (tres dólares). Algún comentario que escucho después en el autobús a los guatemaltecos me confirma que es una “mordida” del policía de frontera, o un timo, como se quiera.

El viaje se hace un poco pesado, pero por fin en torno a las siete y cuarto de la tarde llegamos a Guatemala. Tan solo dos pasajeros proseguimos viaje hasta Antigua, por lo que nos suben a una mini-furgoneta para recorrer los cuarenta kilómetros que separan esta ciudad de Guatemala City. Por el camino vemos un accidente, probablemente un choque en cadena, con varios coches accidentados y otros tantos parados a contemplar el espectáculo…

Cuando llegamos a Antigua, hay un atasco descomunal, porque al parecer es tradicional que mucha gente acuda a la ciudad para despedir el año. El chofer y sus acompañantes se impacientan y nos dejan en una calle antes de llegar a la oficina de Hedman Alas. Me dicen que mi hotel está a un par de cuadras. En realidad, acabo recorriendo media ciudad cargado con la mochila antes de encontrar el hotel, y no sin dificultades, porque nadie sabe exactamente dónde está. Por suerte, recuerdo que estaba situado cerca de la Iglesia de la Merced, que tomo como punto de referencia.

El hotel es muy sencillo, pero funcional.



Tiene, además, una azotea con vistas bastante bonitas a la Iglesia de la Merced y a los volcanes que rodean la ciudad.


Tras dejar el equipaje, salgo a dar un paseo y a cenar algo. Estoy hambriento, porque tan solo he comido un pequeño sándwich de queso que nos dieron en el autobús y la consabida ración de almendras. Acabo en un restaurante muy bonito, con un patio interior, como muchos otros en Antigua. Hay un menú especial de fin de año, que resulta francamente bueno (el filete de carne a la parrilla de gran calidad), aunque algo caro (un poco menos de 30 euros). Antigua tiene fama de ciudad de gourmets, y como tendré ocasión de comprobar, su fama no resulta inmerecida.


Me acerco a la plaza central de Antigua y allí despido el año con los fuegos artificiales. Una despedida muy diferente a la del año pasado (en Guardamar), aunque bastante parecida a la del 2011, que pasé en Cracovia, visitando la ciudad y el complejo de Auschwitz-Birkenau. De regreso al hotel, subo un rato a la azotea a observar los fuegos. Y con eso doy por finalizado el día.