Hoy dedico la jornada a recorrer
varios de los pueblos situados en las orillas del Lago Atitlán. Al acostarme,
dejé las cortinas del balcón descorridas para despertarme con el amanecer y ver
así las primeras luces del día. A las siete, cuando abre el restaurante, ya
estoy desayunando. El precio de la habitación incluye desayuno continental
(zumo, café y tostadas con mermeladas caseras) y el resto es extra: desayuno
“típico” (guatemalteco) o americano. A mí me vale con el continental, pero le
añado un yogur casero con fruta y muesli, también casero, que realmente merece
la pena.
Cuando acabo de desayunar, bajo
al muelle del hotel para coger la lancha pública. M intención es empezar
visitando San Marcos, San Juan, San Pedro y Santiago Atitlán, y luego recorrer
el resto de los pueblos en sentido contrario (hacia Panajachel). A la que estoy
descendiendo hacia el embarcadero, veo que pasan las dos lanchas públicas, en
los dos sentidos, de modo que asumo que me tocará esperar una media hora. Mientras
espero veo pasar algunas lanchas, pero aunque les hago gestos con los brazos
ninguna para. No sé si soy poco efectivo, o si son lanchas privadas. Al rato,
baja uno de los empleados del hotel que va hacia Panajachel en la lancha
privada. Le pregunto si puedo ir con él, pues, pienso, desde Pana será más
fácil moverme en cualquier dirección, y en realidad me da igual empezar por un
sitio que por otro.
En mi periplo por el lago a lo
largo del día compruebo que parece haber dos tipos de pueblos: los de
“Gringolandia” (básicamente al servicio del turismo, sobre todo americano, con
cafés, tiendas y demás) y las pequeñas aldeas, donde la gente parece vivir con
mucha humildad y tan solo hay un par de puestos ambulantes y comercios locales
(tiendas de comida, sobre todo). Entre medias, San Marcos, que es una especie
de mezcla: en la parte alta del pueblo, las casas donde habita la población
local. A la izquierda del embarcadero, en un paisaje rodeado de árboles y
vegetación, la parte más turística, con varios hoteles (incluyendo uno en el
que consideré alojarme pero que deseché por ser muy caro). En cierto sentido,
podríamos decir también que esta parte del pueblo es una especie de “gringolandia
hippy”, pues San Marcos tiene fama de atraer este tipo de turismo. Hay muchos
turistas (sajones, sobre todo) que piensan que aquí hay una energía especial y
alrededor de esta creencia han germinado algunos sitios de meditación, incluido
uno con pirámides en el jardín!!! En general, el Lago Atitlán es, junto con
Antigua, la zona más turística del país. Nada que ver con la zona de Petén (más
selvática), prácticamente sin viajeros y que es la que más me ha gustado de
todo el viaje.
La visita a los pueblos merece la
pena, no obstante, por las pequeñas aldeas y por ver cómo vive la gente de las
etnias locales. La mayoría habla entre sí en lenguas maya y muchas de las
mujeres utilizan las vestimentas típicas, tanto los huipiles como otros ropajes
tradicionales.
El primer pueblo que visito es
Panajachel. Nada reseñable, la verdad. Las vistas desde la orilla del lago son
bonitas, pero el resto es una colección de calles con comercios y restaurantes.
De ahí me muevo a Santa Cruz. Al bajar de la lancha, me olvido de pagar (aquí
se suele pagar al acabar el viaje) y el lanchero me da una voz, diciendo:
“amigo, aquí no es gratis”. Después de disculparme y evitar hacer un “sinpa”,
subo hacia Santa Cruz. Todo el pueblo está en cuesta, como algunos otros.
Decido caminar y no coger un tuk-tuk, como haré el resto del día. El ejercicio
me vendrá bien para equilibrar los excesos culinarios de los últimos días,
aunque hay veces que debo admitir que uno se queda sin resuello, porque algunas
cuestas son tremendas: ni las de Toledo. Santa Cruz es casi lo opuesto a Pana, una pequeña aldea
donde corretean los niños y algunos hombres trabajan en distintas faenas.
De Santa Cruz me desplazo a San
Marcos.
Allí visito un pequeño parque natural, con senderos trazados, un
trampolín para saltar al lago, zonas para nadar y subidas a algunos “santuarios
maya” (básicamente, unos círculos con piedras).
Claramente, algunos de mis
colegas turistas encajan en el fenotipo hippy, a juzgar por su apariencia y
actitud meditativa. Las vistas desde el parque son lo mejor de todo.
De Santa Cruz continuo mi
peregrinaje hacia San Marcos, aunque termino bajándome en San Pedro, que es el
primer lugar al que arribamos (San Marcos está casi al lado). San Pedro es un
pueblo tipo Panajachel, aunque algo más bonito. Desde aquí, en un muelle
distinto al de llegada, salen los botes para Santiago Atitlán. Me cuesta un
poco encontrar el otro muelle, pero al fin doy con él. Son casi las dos y el
barquero me dice que la lancha saldrá como en una media hora y que el trayecto
dura 35 minutos. Como la última lancha desde San Pedro zarpa a las cinco,
decido dejar Santiago para otro momento (probablemente me acercaré mañana),
porque no quiero arriesgarme a quedarme tirado.
En su lugar, cambio Santiago
Atitlán por San Juan de la Laguna, quizás el pueblo que más me gusta de todos. A
mitad de la cuesta de subida me paro en un escalón, porque son ya las dos y
media pasadas y aún no he comido nada. Doy cuenta, en primer lugar, de mis
consabidas almendras. Realmente no sé qué habría hecho sin ellas :) Aunque
suene raro, traerlas fue una idea genial. Además, el otro día, en la azotea de
Antigua, leía precisamente un artículo en un periódico español (no recuerdo si
“El País” o “El Mundo”) que presentaba los resultados de una
macro-investigación, la más exhaustiva llevada a cabo hasta el momento, que
demuestra que la ingesta regular de frutos secos disminuye exponencialmente los
riesgos de padecer infarto y cáncer. Al menos estos días de vacaciones habré
contribuido algo a ese “seguro de vida”, espero…. A las almendras añado un
trozo de pastel de macadamia que compré en San Marcos. Cuando lo compré le dije
a la chica que me parecía un poco caro (12 quetzales, un euro aproximadamente),
pero debo admitir que es cosa fina. Que conste que en algunos de los pueblecitos
más grandes no faltan sitios donde comer, pero prefiero no pararme demasiado
para aprovechar más el día, teniendo en cuenta, además, que la cena empieza a
las seis de la tarde y acaba sobre las ocho u ocho y media.
San Juan es una pequeña aldea,
con una iglesia, una placita y poco más, pero el pueblo resulta muy auténtico y
tiene cierto encanto.
San Juan es famoso por sus pinturas y artesanías locales,
de la etnia Tz’utujil. Hay una cooperativa de café, que no llego a visitar, y
varias cooperativas textiles, donde las mujeres tejen a mano distintas prendas
tradicionales, utilizando algunos pigmentos de plantas a modo de tinte. En una
de estas cooperativas compro varios textiles para llevar a casa. Regateo un
poco los precios, entre sonrisas y “piropos” al trabajo de las tejedoras, y
creo no conseguir precios demasiado malos, a juzgar por el modo de comportarse
de la jefa, que hace las cuentas varias veces, incluso después de haber cerrado
ya el precio total. Obviamente, ellas ganan, como debe ser, pero con un margen
que espero sea también razonable para mí. En cualquier caso, aunque acabo
gastándome bastante más dinero del que en principio tenía pensado, porque
compro varias cosas, me voy satisfecho con los textiles.
Desde San Marcos decido regresar
ya al hotel, para dejar un margen de seguridad con la última lancha, que sale
de San Pedro a las cinco. Para llegar al hotel tomo primero una lancha hacia
San Pedro y desde allí otra, que antes de dejarme en el embarcadero para en San
Marcos para dejar a la mayoría del pasaje. En el trayecto charlo con un chaval
joven, poco más que un niño, que me pregunta de dónde soy. En general, por lo
que he podido comprobar, la gente en los pueblos del lago es amable, aunque
parca en palabras. Si preguntas una dirección te indican en seguida cómo
proseguir, pero con una frase escueta: “por allí”, “a la izquierda” y poco más.
Imagino que esta actitud reservada tendrá algo que ver con su pertenencia a
culturas autóctonas y también puede que haya influido el pasado más reciente:
en esta zona hubo núcleos importantes de actividad guerrillera durante la
guerra civil y en algunos pueblos, como Santiago Atitlán, se cometieron
verdaderas masacres por parte del ejército. Con el chaval charlo de fútbol. No
soy muy futbolero, como sabéis todos, pero en esta ocasión hago una excepción,
digo que soy del Madrid (mi amigo José Ramón estará contento) y comento la
noticia que supuestamente sitúa a Iker Casillas en el Barça (en realidad,
aunque el chaval lo dé por seguro, tiene más pinta de ser un rumor o la
inocentada del mes).
Acabo la tarde en la terraza del restaurante
del hotel, escribiendo este diario, viendo atardecer en el lago y tomando un
zumo de papaya.